Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa RodríguezHay tradiciones quiteñas, que han venido conservándose a través de las familias amantes de la quiteñidad. Así el abuelo las ha contado al nieto. Este, a los hijos y así sucesivamente, hasta nuestros tiempos en que las preocupaciones de la civilización moderna, van alejando de la mente de los vecinos, aquellos temas tan amenos, muchos de los cuales han tenido un fondo de verdad histórica.
De este modo, se ha atribuido al Panecillo, este montículo que tanta gracia da a nuestra ciudad, que posee en sus entrañas ciertos misteriosos secretos, inclusive el entierro de caudalosos tesoros de los aborígenes.
Lo cierto es, que también nuestro hermoso Panecillo, tiene su tradición, posiblemente, nacida por allá en el tiempo del indio Francisco Cantuña, cuyo nombre lleva esa maravillosa joya arquitectónica, que es la capilla pegada al imponente y mayestático conjunto de la iglesia y convento de San Francisco. Nos permite Ud, referirle esta tradición? Bien. Le rogamos entonces, acomodarse en su poltrona y regalarnos unos pocos minutos de su atención.
Hace muchos años, en una época que se pierde en la distancia del tiempo, en una habitación baja de la vieja casona quiteña de un caballero español, agonizaba una joven india atormentada por terribles dolores del estómago.
Junto a ella, sentado sobre un cuero de llama, estaba un niño de la misma raza broncínea, cuyo rostro delataba intensa pena. De sus grandes ojos negros, se escapaban de vez en cuando, gruesos lagrimones que rodaban hasta mojar su capisayo. La joven tenía los ojos cerrados y la cara pálida. Respiraba con violencia, y sus resecos labios se movían solo para dejar escapar frecuentes quejidos.
De pronto se incorporó en su lecho, abrió los ojos y acariciando al niño, le dijo en la cadenciosa lengua quichua: He visto a jatun mama… y me dice que me curaré de mi dolor, sólo cuando tome el agua de la oreja del murciélago sagrado… Anda hijo mío… Busca la oreja… no está distante. Anda a la cueva del Panecillo… donde dejamos el maíz para jatun mama… Anda hijo mío
El niño entonces, se levantó con rapidez, cogió un pequeño recipiente con cocuyos y salió presuroso de la habitación.
Y dicen que se dirigió por una callejuela que hoy lleva el nombre de calle Bahía. Llegó sudoroso al lugar que le había indicado su madre. Y ni siquiera reparó en que la tarde caía y se acercaba la noche.
El niño indio entró sin vacilar en la cueva. Adentro había oscuridad. Por las paredes de grandes piedras, resbalaban gotas de agua. En el piso había lodo. Pero el niño siguió con vehemencia. Agitó los cocuyos, y una débil luz le guió para continuar su camino.
Había ya caminado muchos pasos, cuando un animal negro y siniestro, de alas puntiagudas, de patas con largas uñas, pasó rasguñando su poblada cabellera! El niño gritó de espanto! Sintió que un sudor frío bañaba su frente! Sus piernas temblaban.
Sin embargo, calmó su ánimo. Respiró un poco con la boca abierta, movió nuevamente los cocuyos y continúo, paso a paso para no resbalar y caer. Las paredes de la cueva iban enanchándose. Y en el fondo, se oían chiridos y raros sonidos como de reptiles. El niño avanzaba lentamente.De pronto sintió que pasaban mordiendo agudamente sus pies, infinidad de pequeños animales. Instintivamente, se agachó para defenderse. Eran cientos de hambrientos ratones que se movían inquietamente. El niño tomó entonces una piedra. Y con desesperación machacó a uno y otro, hasta ahuyentar aquellos feroces animalillos. Los pies del niño sangraban por las mordeduras. Pero se sobrepuso y siguió caminando, aunque con dificultad. Más algo oyó adentro. Algo como el aliento pausado de un enorme animal. Debía estar moviéndose pesadamente. El niño aguzó su vista para descubrir lo que era. Pero todo estaba obscuro en la cueva forrada de pedrones. Y movió otra vez los cocuyos y avanzó.
Cada paso le era más difícil. El aire que respiraba, era pesado. Y en el tenebroso fondo, oía más ruidos extraños y miedosos. Pero instintivamente, sus miembros se paralizaron, cuando oyó un ladrido ronco, como de un perro gigante… Eran gruñidos amenazantes, que dejaron al niño como petrificado de espanto…
Un sudor helado bañaba su cuerpo. El corazón le latía con violencia. Estaba desesperado. Y había momentos en que sentía desfallecer. Pero la imagen de su madre enferma, le devolvía el aliento. Sin embargo, esperó un instante. Al fin parecía que se hacía el silencio. Y continuó su camino pesadamente. Cuando nuevamente oyó el poderoso coro de graznidos estridentes. Y casi al mismo tiempo, sintió que una nube de feroces murciélagos le atacaban con sus puntiagudas alas y sus agudos dientes. De todos los lados recibía golpes y mordiscos, que le arrancaban gritos de intenso dolor. Sangraba su rostro, y también sus pies y manos. Era un helante ataque que el niño no podía resistir. Y gritaba con más desesperación. Pero era inútil. La voracidad de los murciélagos se aumentaba. Y al fin, el niño cayó sin aliento. En tanto los salvajes graznidos, seguían haciendo un lúgubre y aterrorizante concierto.
La cueva fatídica, había quedado en silencio. Todo era obscuridad. El niño indio, yacía tendido en el fangoso suelo. Su tierno cuerpo, estaba cubierto de erupciones sangrantes. Sería esa su tumba? Y moriría su madre?
No, porque lentamente, revolotearon en la cueva, miles de multicolores y fosforescentes mariposas, que alumbraron maravillosamente la estancia.
Y allá en la profundidad, se oyó una cadenciosa música de pingullos indios, que iba acercándose poco a poco. Y asomaron dos robustos guerreros broncíneos, adornados de pecheras y coronas de hermoso plumajines. Acariciaron al niño, le sonrieron con afecto y le condujeron hacia el interior.
Y cosa rara: donde antes había fango y punzantes piedras, se extendía solo un suave sendero de fresca hojarasca y de fragantes orquídeas orientales. Y el niño, desapareció hacia un misterioso destino.
Dos robustos guerreros indios que llevaban de las manos a un niño de la misma raza, llegaron al final de un inmenso túnel construido con grandes piedras. Al fondo había una gran puerta de piedra, de la que pendía aisladamente, un disco de metal. Uno de los guerreros, tocó con él, con un tolete de chonta. Y misteriosamente, cedió la pesada puerta. Y asomó entonces, una deslumbradora estancia.
Las paredes eran de oro macizo, con dibujos indígenas recamados de esmeraldas. El piso estaba construido de adoquines de plata.
Distribuidos a los lados, había sinnúmero de asientitos de chonta forrados de brillante tela púrpura, sobre los que descansaban plácidamente bellísimas vírgenes indias. En el fondo, sobre un pedestal de mármol, se levantaba una estatua de bronce, representando al gran Atahualpa. Y alrededor de su cabeza, formando una exótica corona, volaban constantemente infinidad e cocuyos despidiendo intensa luz azulina.
Mientras abajo, encima de una tarima así mismo de oro, estaba sentada una anciana de semblante noble, de cabellos blancos, de mirada bondadosa, dibujando en sus contraídos labios, una maternal sonrisa.
Dirigióse dulcemente al niño y le dijo: Shamuy ñuca guagua. Ven hijo mío! – y l e hizo una seña para que se acercara.
El niño sintió algo que le atraía irresistiblemente, y corrió a los brazos de la anciana. Ñuca jatun mama! Abuelita mía! – balbuceó el niño y quiso llorar.Pero la viejecita le arrulló con ternura y besándole en la frente, continuó: tranquilízate hijo mío. Aquí no existen lágrimas. Son la madre de Atahualpa, y de todos los de esta tierra…
Los blancos de otros tiempos, no lograron arrebatarnos las riquezas que aquí guardo. Son para mis buenos hijos. Para aquellos que se enorgullecen de nuestra sangre. Y se sienten nobles, mirando su tez cobriza. Ven hijo mío. Arrímate a mi corazón, para que sientas cómo bulle la sangre roja de los indios. Sangre que no perderá jamás su rebeldía! Esta rebeldía que nunca podrán detener los blancos. Ves como no sientes ningún dolor, de lo que te sucedió a la entrada? – Estás sano. Lo hice así, para que aprendas que para sentir la verdadera felicidad, antes hay que sentir el sufrimiento. Y recuérdalo bien: los blancos nos arrebataron nuestras tierras e impusieron la injusticia. Pero vendrá un día en que volverán a ser nuestras, y será la justicia nuestro mejor consuelo.
Y luego acercando una canasta tejida de mimbres de oro, cogió una mazorca de maíz y otra de morocho, las entregó al niño y le dijo: esto tendrás para que un médico cure a tu madre. Ella sanará, si le prometes ser siempre buen hijo.
La bondadosa anciana, besó al niño nuevamente en la frente y concluyó: anda hijo mío. Tu madre te espera.
Entonces, uno de los guerreros que vigilaba la puerta, le llamó: Shamuy ñuca guayquicho. Ven hermano mío. El niño acudió a la llamada, y el guerrero volvió a decirle: huele estas hierbas hermano. El niño obedeció y a poco, quedó profundamente dormido.
Y quedó sorprendido, cuando pocos instantes después, despertó en la boca de la cueva del Panecillo, cuando el sol hacía poco que alumbraba un nuevo día. Y su sorpresa creció, cuando vió que tenía en sus manos una hermosa mazorca de maíz y otra de morocho.
– Fue cierto. No fue sueño, murmuró contento.Y corrió a la habitación de su madre. La encontró animada y alegre.
– Madre, le dijo con emoción, Jatun mama me dio estas mazorcas, y me dijo que con esto te curarás.Y le refirió luego todo lo que la víspera le había sucedido en la cueva. Y no pudo contener su sorpresa, cuando vio de qué eran las mazorcas.
– Esta que parece maíz, dijo la joven india, tiene los granos de oro, y esta que parece morocho, tiene perlas por granos… Vete hijo mío, a ver a un médico! Le pagaremos con algo de esto.Y cuenta la tradición, que efectivamente, fue a curarla un caritativo y cristiano médico, que intervino después para que acaudalado español, le comprara el oro y las perlas, con lo que fácilmente consiguió su libertad y pudo vivir cómodamente con su hijo, por el resto de su vida.
Es así la tradición del hermoso Panecillo, que otea nuestra muy noble y muy leal ciudad de San Francisco de Quito.