La cruz de la muralla de San Francisco

Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa Rodríguez
Audio: CIESPAL

– Anoche ya le he contado la Leyenda de la Cruz del Atrio de la Catedral. Ahora, pues… fumemos otro tabaquito, y le contaré la de la Cruz de la Muralla de San Francisco, en la calle Alianza  dijo el viejecito Don Panchito, con su habitual campechanería.

 

Lo que era la señal de la Cruz

Pues parece que en tiempo de la Colonia y al principio de la Independencia, el diablo andaba suelto por todos los rincones de Quito y no cejaba de molestar al prójimo con cualquier pretexto.

Ni siquiera los sacerdotes se escapaban de tan impertinente espíritu y más bien, aunque involuntariamente, le daban oportunidad a intromisiones terroríficas; por lo que las gentes acudían al signo de la Cruz como el remedio más eficaz para ahuyentar aquellos maleficios.

Nadie se movía a ninguna parte sin llevar consigo una pequeña cruz; la cruz se destacaba en la puerta de las casas, en los corredores y en los lugares más transitados. Con la señal de la cruz se empezaba el trabajo diario y las comidas; y la cruz era el monumento preferido para recordar los hechos providenciales y acontecimientos extraordinarios.

Esto prueba que tiene su fondo de veracidad lo que vamos a relatar.

 

El Hermano Carlos

En el convento franciscano de San Diego, existía el Hermano… el Hermano… Bueno, no digamos su nombre, porque a más de ser todavía mentado, no es indispensable para nuestro objeto. Y solo le llamaremos el Hermano Carlos.

Pues el Hermano Carlos, pasaba meses enteros entregado al cumplimiento de sus deberes religiosos con ejemplar devoción. Y a pesar de que en sus faenas conventuales el diablo con frecuencia le tentaba, haciéndole saborear la exquisitez de los buenos licores y el placer de la popular jarana, el buen hermano desechaba inmediatamente el mal pensamiento, y pegaba apresurado sus labios a la cruz de su rosario, sintiendo después una profunda satisfacción, como cuando se toma un agradable refrigerio después de haber escapado de un incendio.

Más como el Hermano era hecho de carne y hueso como cualquier mortal, al fin se dejaba llevar por el espíritu del mal, pareciéndole, que el hábito le pesaba como si fuera de plomo y que era necesario dejar esa carga siquiera por pocas horas, hasta para volver a recogerlo con más amor.

Así fue que una noche cuando la gente del vecindario se había retirado después de haber rezado las oraciones de costumbre, el Hermano Carlos, paso los cerrojos en las puertas del convento, subió a trancos a su celda, se quitó los sagrados hábitos guardándoles cuidadosamente, se puso un enorme poncho de lana y se preparó para salir.

Escogió para esto una ventana de la parte posterior del convento, por la que escapó escurriéndose por una soga llena de nudos. Y cuando estuvo en la calle, se bajó hasta los ojos su sombrero de paja, se arrebozó bien su poncho y a través de la obscuridad se dirigió hacia lo que ahora es El Tejar, donde en aquella época había contadas casas de paja.

Más, después de haber caminado algunas cuadras, al cruzar una esquina, saltó al encuentro un hombre de gigantesca altura enfundado en un negro capuchón, como para dar miedo al más esforzado y sereno. Paróse al instante el Hermano y aplicando la mano a la cruz de su rosario, exclamó:
– ¿Eres de ésta o de la otra?
– Mi mansión está en el otro mundo, ¡pero tengo que cumplir una misión en éste…!, contestó el aparecido con una voz cavernosa y lenta.
– ¿Vienes de los infiernos o de otros lugares más benignos?, siguió el religioso impaciente.
– Vengo de lo más profundo del averno, ¡y sólo quiero que me respondas algo que en tu conciencia clama pronto arrepentimiento…!, replicó el fantasma.
– Apártate espíritu infiel, ¡que si eres de los infiernos tengo bien apretada en la diestra la Santa Cruz de mi Comunidad…!, insistió el lego.
– ¡Prepárate a recibir lo que mereces por tu desobediencia a los santos reglamentos…! prosiguió el aparecido.
– ¡Ah! ¡No hay tal! Porque si fueras de los infiernos, ¡desaparecerías con la fuerza de mis exorcismos! Eres sin duda algún pícaro de este mundo, ¡y preparado estoy a recibirte! Y apresúrate a cumplir tu cometido, ¡que tengo prisa de salir de este aprieto! dijo el Hermano en tono de inigualado valor.
– Tú lo has querido y encomiéndate al santo de tu devoción, ¡porque voy a terminar con tu mísera existencia…! Dicho lo cual, el aparecido se lanzó con sobrehumana rapidez sobre el pobre Hermano, que violando la severidad de su convento, se había escapado en busca de los atractivos terrenales.

La obscuridad completa de la noche no permitió ver como el fantasma desfogó su furia sobre el atrevido religioso. Solo se oyó el choque fuerte de dos cuerpos que se agarraron en terrible lucha. El sonido de los golpes se repitió a cada instante, como también los quejidos de momentáneo dolor.

Se notó entonces que ambos contrincantes eran de este mundo, y los dos poseían poderosos músculos. De pronto calló todo, como si los luchadores hubiesen muerto instantáneamente. Y solo al cabo de pocos minutos, se oyó una voz quejumbrosa, lenta y perceptible como un suspiro, que suplicó:
– ¡Por favor…! ¡Hermano… Carlos!… Suélteme… qué… me ahogas…y… ya… expiro…!
– ¿Quién es usted que sabe ni nombre?, preguntó entonces admirado el religioso, dejando en libertad seguramente al presunto fantasma.
– Soy…. el Padre Superior…
– ¡El Padre Superior…! Santo Fuerte… Pero como…
– Si, hermano Carlos. Yo sabía que te escapabas del Convento, y como ya no llegaban a tu corazón mis paternales reconvenciones, resolví valerme de este engaño para ver si así volvías al santo aprisco.
– Yo le prometo, Padre Superior, que no volveré a cometer esto; pero perdóneme los estrujones que acabo de darle.
– No te preocupes, Hermano. Vamos al Convento.

Después de lo cual, ambos religiosos, regresaron al seno de la comunidad.

 

Una espantosa aparición

Más, sucedió que al cabo de poco tiempo del acontecimiento con el Padre Superior, el Hermano Carlos se olvidó de los propósitos de enmienda y de las promesas que hizo para no volver a desobedecer, saltó como en otras ocasiones por una ventana del Convento de San Diego, y siguió por la calle que conducía al Tejar.

Llegó en efecto, a una casita de paja. Adentro, en el corredor, a la luz de un farol, bailaban y se divertían. El Hermano Carlos no vaciló en ingresar a la jarana, y le recibieron con delirante entusiasmo. Así pasaron las horas, dando un constante placer al religioso.

Hasta que al acercarse la madrugada, juzgo oportuno retirarse. Y así lo hizo. Al encontrarse detrás de la muralla de San Francisco, encaminándose a San Diego, vio que junto a la pared de una casa, había abandonada una criatura que lloraba lastimeramente. El Hermano, que en verdad tenía buen corazón, se apiadó de la niñita. Se agachó, la recogió y la llevó cubriéndola con las puntas de su poncho.

Pero notó que mientras caminaba, la criatura iba pesando más y más, hasta el punto de que cuando estuvo frente a un portón donde brillaba un farolillo, quiso hacerle descansar para cargarla. Más al mirarle la cara, vio que tenía bigotes.

Soltóle entonces aterrorizado: pero en ese preciso instante, se transformó en el mismo diablo de color rojo encendido, con puntiagudos cachos y rabo largo, que crispando espantosamente las manos de afiladas y largas uñas, las dirigió cruelmente sobre la humanidad del religioso; pero este, al momento cogió la cruz de su rosario que jamás abandonaba y exclamó:
– ¡Padre Santo! ¡Sálvame!

Se oyó entonces un estruendo terrible, como si se hundiera el suelo, y se percibió un olor mordiscante, de azufre.

¡El diablo había desaparecido! Lívido de terror, el Hermano Carlos, y a la vez agradecido de la Providencia, juntó las manos y se arrodillo allí mismo para orar y prometer, entonces sí, solemnemente, su arrepentimiento.

Y dicen que el Hermano refirió al Padre Superior lo acaecido, y le rogó que en el lugar de la tremenda aparición, hiciera colocar una cruz pegada de la muralla, para que los Hermanos de la Comunidad, recordaran el hecho y evitaran la tentación.

Esa es la cruz que hasta vemos al comenzar la calla Alianza.