Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa RodríguezRecorriendo los Claustros con Fray Benjamín Gento Sanz
En la vieja y mayestática portería del Convento de San Francisco de Quito, el hermano portero abre la ventanilla y con vos afable pronuncia: Ave María Purísima.
Luego suena en el interior una campana y momentos después por la puerta principal se presenta un fraile de rostro enjuto, de mirada penetrante delatora de una meditación profunda, de nariz perfilada y con la cabeza que se hunde entre los repliegues de su grueso hábito distintivo de los Hijos del Seráfico Padre de Asís; como aquellos lienzos trazados por el privilegiado pincel de Zurbarán.
Es Fray Benjamín Gento Sanz, el ilustre y sabio investigador del arte colonial quiteño. Nacido en Peñafiel, en la provincia de Valladolid (España), era apenas un niño de once años cuando vino al Ecuador en 1922, y fue en Quito, en la paz de los claustros franciscanos, donde recibió su educación de maestros cuyos raudales de sabiduría, ocultan como una ofrenda religiosa en las recónditas posesiones de una beatífica humildad.
El afán de investigación científica, ha llevado a Fray Benjamín a observar y estudiar hasta el último rincón de ese gran convento que en el continente sudamericano, es el más valioso monumento del arte arquitectónico, pictórico y escultórico del tiempo de la Colonia.
Es pues el mejor guía para conducir al que quisiera maravillarse en la infinidad de galerías y recovecos, por donde parece que aún trajinan los espíritus de los artífices, que decoraron con magnificencia las pétreas paredes y las doradas bóvedas del sagrado recinto.
Pero nosotros, incapaces de encontrar las expresiones apropiadas para relievar tanto arte y tanta maravilla, por lo menos nos contentamos con dirigir nuestra inquieta mirada para sentir una satisfacción rara, que también en el alma del profano se alberga al contemplar lo excelso y lo majestuoso.
Y mientras en el patio principal del convento las palmeras se mueven tenuemente y se extiende en la estancia un ambiente que llama al recogimiento, Fray Benjamín conversa con sencillez admirable.
Y hay momentos en que mentamos el arte, la historia, la geografía y entonces su figura humilde toma una actitud erguida, como la del hidalgo que requiere con aplomo su espada y se entusiasma, y habla con erudición que abstrae.
Paso a paso lentamente, vamos por las arquerías, cruzamos por unos corredores con una claridad huidiza y entramos en medio de un silencio imponente en un aposento abovedado, donde descansan los restos huma nos de los santos Hijos de la Comunidad.
Fray Benjamín sin ninguna inquietud se acerca a uno de los nichos, coge una calavera y enseñándola nos dice:
– Esta es la calavera que tenía asustados a los frailes, en la época del relajamiento. Hay una tradición al respecto; pero salgamos de aquí para contarle lo que dicen de aquel tiempo borrascoso
prosigue volviendo a depositar la calavera en el mismo nicho y siguiendo el recorrido por los solitarios claustros.En tanto, en una de las torres de la iglesia, cuartean las campanas invitando a la oración, Fray Benjamín nos relata:
Era de noche. Lloviznaba. La luz de un farol, destacaba la portería del convento franciscano. Alrededor, se extendía el silencio. Ni siquiera se oía la voz medrosa del «sereno». De pronto, frente a la capilla de Cantuña, dos siluetas pusieron sus plantas en el ancho pretil. Fueron avanzando poco a poco, hasta cuando con la claridad del farol, se divisaban sus caras pálidas y somnolientas. Se acomodaron los obscuros hábitos, sobre los que se habían puesto largos ponchos de bayeta, entraron a la Portería y tocaron la campana de llamada. Un momento después, un hermano abrió la ventanilla y dijo:
– Ave María! Quién es?
– Yo Fray Carlos, contesto.
– Ah! Es su Reverencia! Y el hermano Julio?
– Aquí está conmigo, continúo con voz lánguida, al mismo tiempo que dejaba escapar un olorcito de un anisado muy popular que había en ese tiempo.
– Pero vienen bastantes tarde!
– Cállate majadero y abre la puerta!Chirriaron los goznes de las pesadas puertas que giraron dejando un corto trecho, para que entraran aquellas dos personalidades ataviadas con su rara vestimenta.
Dos figuras que correspondían al inteligente Fray Carlos, famoso en cierto barrio por su privilegiada voz, y al hermano Julio que también era conocido por su habilidad para rasgar las vihuelas.
Ambos penetraron cargados de sueño, y cansados por el recorrido nocturno, precisamente cuando en el reloj de la torre sonaba la una de la mañana.
Adentro en los claustros del convento, los faroles estaban apagados, reinando una obscuridad tenebrosa.
El silencio era completo y sólo cuando Fray Carlos y el hermano Julio se dirigieron a sus celdas, se oyeron pasos lentos cuyo eco repitieron pesadamente las arquerías cercanas.
De pronto, cuando iban a franquear la gradería de piedra que debía conducirles a sus celdas, al fin de un corredor estrecho, oyeron algo como un gemido profundo, prolongado, como de una persona que padecía un sufrimiento eterno. Después sonaron cadenas que parecían que eran arrastradas con dificultad.
Los frailes reaccionaron de la trasnochada, y escudriñaron sorprendidos el lugar de donde salían tan espantosos ruidos; pero la obscuridad no dejaba percibir nada.
– Estará alguien enfermo? preguntó quedamente Fray Carlos a su acompañante.
– No puede ser, Su Reverencia, porque el ruido de las cadenas…
– Seguimos entonces a nuestras celdas?
– Mejor esperemos un ratito más Su Reverencia, porque a decir verdad siento… un poco de miedo.
– Oh! Qué demonios! Vámonos a nuestras camas que es lo mejor que podemos hacer! Tal vez sea algún lego que quiere darnos mal rato y…Y cuando el fraile quiso subir la primera grada, a lo lejos fue encendiéndose una luz fosforescente, en cuyo centro saltó una calavera haciendo una mueca sarcástica.
– Misericordia! exclamó asustado el fraile.
– Ten piedad de mí! continúo el hermano, y ambos sintieron un sudor helado que se apoderó de sus pecadoras humanidades.La calavera tomó movimiento y empezó a dar saltos pequeños chocando sus desnudos huesos sobre el embaldosado, de modo que producía un sonido hueco y horripilante.
Los religiosos, yertos de espanto, quisieron salir corriendo hacia la Portería, pero sintieron que no podían moverse: sus pies y sus manos estaban como atados por fuertes ligaduras.
– Misericordia! balbucearon nuevamente implorando perdón por sus culpas.La calavera entonces, alargó sus saltos, hasta quedarse quieta cerca de los aterrorizados monjes, y moviendo sus secas mandíbulas, con una voz cavernosa y tremebunda, dijo con toda solemnidad:
– Pulvis es, et in pulverem reverteris!!!Y como si entre los claustros envueltos en tinieblas, hubieran estado escondidos infinidad de seres misteriosos, unas voces roncas contestaron lentamente:
– Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás!!!Y de nuevo exhalaron quejidos prolongados que se extendían hasta el fin de los pasadizos del convento:
– Perdón, señor, perdón!!! exclamó Fray Carlos, levantando los brazos al cielo, en tanto el hermano Julio se desvanecía sobre el duro suelo.Y cuenta la tradición, que al otro día, encontraron a Fray Carlos que en actitud de arrepentimiento, había muerto a los pies sangrantes del Cristo de San Francisco y el Hermano Julio hizo voto solemne de no salir nunca ni al dintel de la Portería.