Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa Rodríguez– Sabe Ud. quién es doña Julia Gangotena de Zaldumbide y González?
– Que no?
Pues bien, Doña Julia, más conocida como mama Julita, es una viejecita más o menos noventona. Vive junto a su hija Rosa, allá en una tiendita en el barrio América.
Allí, en una esquina, sentada sobre una gruesa alfombra, tiene delante una canasta de algodón. Y casi todo el día, pasa desmotando lentamente, agachada su cabeza blanca, con la mirada fija en las pepitas negruzcas que poco a poco van asomando entre los blancos copos de la fibra.
Rara vez se le oye hablar, porque nadie quiere dirigirle la palabra, tal vez porque su vejez hace suponer que su conversación será cansada o monótona; pero esto es un error porque a mama Julita, no hay más que «darle cuerda», como dicen los guambras, y es de oírle después su charla interesante llena de casos curiosos.
Y para prueba, escuche Ud. lo que una tarde nos contaba. Por supuesto, hay que aclarar que la viejecita es nuestra amiga desde hace algún tiempo.
A mi Rosita, no le gusta que converse porque la gente cree que es broma lo que digo, empieza mama Julita. Pero Ud. es mi amigo, y le voy a conversar siquiera para acordarme de mis buenos tiempos.
A mí me creen una cualquiera; pero no es cierto. Yo pertenecía a las mejores familias de Quito, porque tenía una rica hacienda en Cayambe, mi gran casa en La Merced, y muebles lujosos y joyas y en fin maravillas.
En mi casa, se reunía lo mejorcito a las tertulias por la noche y donde mí se tomaba lo que se llama buen chocolate, con el mejor queso que hacía preparar especialmente en mi hacienda, y con pan de huevo legítimo, no como el de ahora que es buena cara y malas obras.
Ay! Señor! Pero esas malditas corridas de toros, fueron las que me arruinaron! Venían las fiestas de San Pedro y San Pablo, las de San Juan y Pascuas, y para mí los toros era lo mejor que existía.
Antes, hasta aquí en la ciudad se embarreraba las plazas, echaban los lances más arriesgados por la chica que más querían. Y a veces, los pobres pagaban su valor y temeridad con la vida. Yo vi muchos casos.
Bueno, Sigamos. Durante esas temporadas, en mi casa se derrochaba todo. Se terminaba la corrida y los quiteños de cepa, ya sabían que en mi casa había un gran baile; ya sabían que sólo donde mí se tocaban los mejores valses y esas cuadrillas que se bailaban con tanta elegancia!
– No, no…
De veras, qué bonito era eso! Qué elegante! Uh! Si yo le contara todo lo de ese tiempo, fuera para cansarle a Ud.! Tantas cosas curiosas que se vio! Tantas fatalidades y misterios; tantas cosas magníficas! Tanta abundancia!
Cómo teníamos hombres verdaderamente grandes por su inteligencia, por su sabiduría, por su genio, por sus ocurrencias y hasta por su malgenio. Nada de eso ha quedado.
Ya le dije que mi casa quedaba en La Merced, precisamente cerca de la que se llama la «casa del toro». Pues por allí vivía el afamado «Tío Lucho» muy conocido en el Quito de entonces, porque era un hombre que no se aguantaba ni él mismo, y a cualquiera le lanzaba cuatro palabras como estacazos, y le dejaba plantado como un poste.
Ah! Qué hombre era para tratarse bien, y además, pertenecía a la flor y nata de la aristocracia.
Frecuentaba mucho mi casa, y una época rondaba mi ventana en algunas noches de luna, y el muy loco me hacía despertar con unas canciones lindísimas, que de veras conmovían mi corazón de muchacha. Todavía recuerdo una de aquellas canciones. Sé llama «Paloma mía». Escuche:
Ángel hermoso a quien amor juré,
Sombra querida que en mi mente estás,
Paloma pura cuyo vuelo alzó,
Dime por qué, dime por qué no me amas ya?
Si en adorarte mi pasión cifré,
Si en pos de tí mi pensamiento va,
Si gloria y nombre para tí busqué,
Dime por qué, dime por qué no me amas ya?
Un cántico pides de placer mayor,
A mí que aspiro a un existir sombrío,
O acaso quieres con el canto mío,
Entristecer, entristecer mi corazón?
Ud. me dice que si le correspondía al Tío Lucho? Prosigue sonriente la viejecita.
Ah!, no. Si era tan variable y loco, que nadie le creía. Además, ya me había cambiado de aros con el que fue mi marido, el padre de mi hija Rosita: Don Anselmo Tobar de Encalada y Bello. Era un magnate de la nobleza más encopetada.
Ah!, esto le iba a contar de don Lucho. Rico y hombre de buen gusto como era el Tío Lucho, no se ocupaba de nada. Y su costumbre favorita consistía en salir por las calles cuando prendían las mechas de los faroles.
Envuelto en su lujosa capa del más fino paño negro, con forro de terciopelo rojo de seda, Tío Lucho se dirigía pausadamente a la Plaza Grande, en busca de sus amigos. Entonces venía lo gordo para el pobre hombre acaudalado.
Ay! Señor! Cuando la gente es mala y molestosa, de veras hay que cuidarse. Pues, cuando pasaba Tío Lucho, por más precauciones que tomaba, de repente en alguna puerta de calle, o al voltear una esquina, sarcásticamente le gritaban: Tío Lucho! Tío Lucho! Qué es de la yegua mora?
Parábase entonces don Luis, y encendido en cólera, echaba atrás las alas de su capa, empuñaba su bastón con vicio, hijos de Caín, descendientes de la más baja calaña! Ignorantes y cochinos, no saben que bajo esta negra capa, se abriga el corazón más noble y generoso de esta ciudad? Sinvergüenzas! Canallas! Algún día me pagarán todas las hechas y por hacer!
Luego don Luis, tosía con cierto modo, empuntaba su bastón hacia adelante, y continuaba su camino con garbo, haciendo sonar los tacos de sus zapatos de hule, como si hubiera sido un militar acabado.
Y no sólo le hacían berrear así en las calles, sino también en la casa. Los muchachos, siquiera al pasar frente a la puerta de calle de su casa, le daban el consabido grito de «Tío Lucho! Qué es de la yegua mora?
A esto se agrega que este noble amigo mío, tenía siempre de guasicama a un indio sabidísimo que se llamaba Ambrosio Pilatuña. Lo conocí tanto a ese mitayo, porque quiso casarse con una longa servicial mía. Pues este indio, se encargaba de molestar más al patrón, a pesar de las cuerizas que había chupado de sus propias manos.
Y verá Ud. lo que hacía. Apenas oía los gritos de los muchachos, corría a donde don Luis, y con la cara de asustado le decía:
– Patrón! Patrón!
– Qué te pasa? le preguntaba el acaudalado.
– Patrón! Patrón!
– Qué te pasa? le preguntaba el acaudalado.
– Están preguntando…
– …pero están preguntando. Pero qué preguntan?, insistía el patrón impaciente por el tono vacilante de su guasicama.
– Por animalito… están preguntado… proseguía el longo.
– Por qué, animal! Dime claro de qué se trata!, repetía ya fuera de sí el patrón.
– Tío Lucho, qué es de la yegua mora . . . están diciendo Patrón!, explicaba al fin el pícaro guasicama, y volaba a esconderse lo mejor que podía.
Ya ve Ud. lo terrible que era el mitayo?
– Ah! Caramba!
Pero creo que estoy quitándole el tiempo, dice algo inquieta mama Julita; pero al manifestarle que le oímos con deleite su conversación, ensarta sus huesudas manos, las pone sobre la falta y se dispone a proseguir.
Más antes de esto, llama a su Rosita y le insinúa:
– Vé, hijita? Prepara para el señor un sánduche de queso, y sírvele en un platito ese rico dulcecito de guayaba que hiciste ayer. Ya sabes Rosita lo que somos, aunque sea para morir pobres; pero a nuestros buenos amigos, tenemos que brindarles siquiera lo que podemos.
Así es nuestro modo de ser. Y a mama Julita y a su hija hay que aceptarles sus bondades para no resentirles. La viejecita sobre todo sabe tantas cosas de su tiempo, que francamente su amistad es muy preciada y vale la pena de conservarla.
– Bueno, le seguiré contando la historia, continúa doña Julia, mientras saborea su exquisito dulce de guayaba.
Tanto le fregaron al hombre con aquello de «Tío Lucho, qué es de la yegua mora»?, que al fin se exasperó y resolvió vengarse de una vez. Y un día llamó al mayordomo de una de las haciendas más cercanas a Quito y le dijo:
– Sabes cholito que me encuentro en un gran apuro; de manera_ que tú tienes que ayudarme a salir de él con todo éxito. Necesito que me traigas por la noche el toro más bravo, pero lo más pronto. Luego te indicaré lo demás.
Así fue. El chagra trajo un toro que había sido una verdadera fiera. Le encerró en el corral de la casa del Tío Lucho, y después de dos días de que animal descansó, fijarase lo que sucedió.
El Tío Lucho! tenía de veras venganza con todo el pueblo de Quito por las bromas que le habían hecho, y creyó que el desquite más conveniente, era hacer esto.
Atenderame. Una tarde, a las seis más o menos, ordenó que sus sirvientes y un herrero de su confianza, agarren al toro bravo y le pongan herrajes en las pesuñas, y cuando empezó la noche que por cierto era obscurísima, soltaron al animal.
Entonces Tío Lucho, montó en un caballo y seguido de algunos de sus mayordomos, salió en persecución del toro que corría furioso por las calles sacando chispas del empedrado. Al mismo tiempo, el noble señor se dio a gritar con todas sus fuerzas:
– Por dios! Conténganme esa yegua mora!
Imagínese Ud. lo que el toro haría con los infelices que se apresuraron a contener a la yegua mora!
Al otro día, en todo Quito se comentaba que la yegua mora del Tío Lucho, había tenido afilados cuernos, y que se contaban por decenas los que había estrellado contra las paredes y aún destripado.
No paró en esto don Lucho, sino que hasta del pícaro de su guasicama se desquitó, pues personalmente le llevó a una hacienda de Latacunga, le condujo una noche a una troje apartada y le hizo colgar de una viga maciza que sostenía gran parte del techo.
Pero para la buena suerte del mitayo, a media noche se rompió la viga que había sido pucucha, y cayó sobre él una lluvia de monedas de oro, que sin duda fueron ocultadas allí por seguridad. El indio con un contento indescriptible, recogió la plata y no volvió más a la hacienda del Tío Lucho.
Después se supo, que el Ambrosio Pilatuña, convertido ya en un noble, hecho y derecho, porque era rico y dueño de una inmensa hacienda, había cambiado de apellido y así fue el origen de una de las más distinguidas familias que hoy tiene Latacunga.
– Ya ve Ud. cómo son las cosas?, dijo mama Julita al terminar su agradable relato.
Luego con una sonrisa muy amable, concluyó:
– Bueno, como ahora ya es de noche y hora de buscar mi camita, me disculpa que me retire; pero voy a hacerle una invitación; pasado mañana lunes, mi hija, mi Rosita, va a preparar un manjar blanco exquisito, porque ella sabe hacer. Queda seriamente invitado a que se sirva. Entonces le he de contar otro asunto más interesante.
Y mama Julita se despidió, haciéndonos prometer que no faltaríamos a festejar el famoso dulce. Nos figuramos que estará tan sabroso, que dentro de la confianza que nos presta la viejecita, nos permitimos pedir a Ud., amigo lector, que también nos acompañe