Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa RodríguezTerminado el relato de la «Calavera del Convento de San Francisco de Quito», Fray Benjamían Gento Zans sigue guiándonos por los extensos claustros en cuyas paredes blancas, como significativas reminiscencias de historias que pasaron y de vidas que fueron ejemplos de virtudes, están pegados los lienzos de Miguel de Santiago, de Pedro de Bedón, de Nicolás Javier de Goríbar, de Garófalo, de Quisphe y de otros muchos, bellas joyas de arte pictórico que nos hacen contemplar un desfile interminable de caras pálidas pero con una alegría inexplicable, de actitudes devotas y suplicantes, de hombres rodeados de una aureola de santidad, de las bondades del Patriarca de Asís y de tantas expresiones de ambiente divino, que nos instan a pensar en lo de ultratumba nos circundan de un aire místico que impresiona profundamente el pensamiento y la reflexión.
Pero antes de que la mente se enrumbe en la contemplación de misterios incomprensibles para la pequeñez de la inteligencia humana, Fray Benjamín que sabiamente sabe penetrar el espíritu, nos habla de la vida pacífica del Convento, donde se cultiva no solo la oración y la virtud, sino también la ciencia, el arte, la literatura y todo lo bello. Al pasar un arco donde se divisa la antigua puerta de piedra que conduce a la Capilla de Villacís, el ilustre hijo de la Orden Franciscana, se para y llama de nuevo a su prodigiosa fantasía, para relatarnos otra de las tradiciones claustrales, que sucedió hace muchos lustros.
Fue así:
En la marmórea pila céntrica del extenso patio conventual, saltaba el agua cristalina, cayendo convertida en gotas diamantinas por obra de un sol fulgurante y vivificador. Bajo las arcadas silenciosas caminaban dos estudiantes que aspiraban la sagrada tonsura en no lejano día.
Con aire juvenil, conversaban de sus piadosos proyectos y de su vida monástica; pero de vez en cuando dejaban escapar alguna broma que recordaba del mundanal laberinto, que fuera del valladar del Convento, se percibía todavía por su alboroto y sus exclamaciones fugaces.
En ese instante, sonó la campana de la portería, y los estudiantes empujados de rara curiosidad, acudieron presurosos a ver quién llamaba.
– ¿Quién será?, dijo el uno consultando a su compañero.
– Pregunta tú, Leónidas, insinuó el otro.
– Pero estamos prohibidos de acercarnos a la portería replicó el primero.
– Mejor hazlo tú, Antonio; pero pronto, antes de que venga el Hermano portero!
– Bueno, ya está! Y diciendo y hacienda abrió la ventanilla y preguntó: ¿Qué desea?Y a través de los huequitos de la rejilla, Antonio vio una mujer vieja, cubierta la cabeza y casi toda la cara por una manta negra, dejando visibles una nariz larga y unas barbas ralas y repugnantes que nacían sobre unos labios descoloridos, que se abrieron enseñando los vestigios de una dentadura sucia, dejando escapar una voz vacilante y ronca que en tono de súplica dijo:
– ¡Hermanito! ¡Haga el favor de llamar al Padre Anselmo!Antonio hizo una mueca de repulsión, y sin contestar nada cerró la ventanilla y se retiró disgustado.
– Qué fue que cierras así, pregunto Leónidas.
– Es una vieja feísima, indicó Antonio.
– Pero puede ser alguna infeliz mujer que desee confesión o algún otro favor de este convento.
– Así fuera un caso de muerte que yo no le ¡atiendo a esa vieja!
– Pero Antonio, ¡nunca te oí hablar así!
– Es que la vieja es fea ¡Y con una nariz que se parece a la del Padre Provincial!
– ¡Qué dices Antonio! ¡Estás faltando el respeto que debemos a nuestros superiores!
– ¡No tengas esos recelos Leónidas! ¡Alguna vez nos riamos de todos!
– ¡Antonio! ¡No puedo seguir oyéndote, y me voy!
– ¡Uh! ¡Qué beato! ¡Y antes de hora!, replicó mofándose AntonioPero Leónidas se encaminó con presteza a la celda de su confesor, para descargar su conciencia temeroso de haber faltado a la disciplina de la Sagrada Orden, en tanto su compañero se festejaba de su exagerada ingenuidad y aún lanzó una sonora carcajada que no dejó de llamar la atención del austero Hermano portero que en ese momento regresaba cumpliendo un encargo de un devoto.
Pero no bien terminó Antonio de reír, notó algo extraño ante sus ojos.
Se restregó con insistencia una y otra vez, por si alguna pajuela se hubiera introducido en los párpados. Más todo fue inútil, siguió mirando un objeto que no se apartaba por nada.
Cerró los ojos, los volvió a abrir; agrandó las órbitas, caminó unos cuantos pasos; pero no consiguió apartarse de lo que vela. El asunto no dejó de inquietarle y su ánimo que poco antes estuvo tan festivo, se tornó meditabundo y contrariado.
Sin embargo, sacudió la cabeza como queriendo desatarse de aquella preocupación, y resolvió conversar este incidente a su condiscípulo Leónidas. Cabizbajo, caminó por los claustros con paso lento, subió unas gradas donde había un ancho pedestal de piedra, sobre el que descansaba una estatua de San Francisco de Asís con la faz expresando una bondad divina.Antonio levantó la cabeza para rezar al santo; pero lo primero que vio fue la visión fatídica que le perseguía por donde iba.
El estudiante sintió entonces una angustia que no había experimentado nunca, y en un arranque de desesperación, se echo de rodillas y juntando las manos exclamó con voz dolorida: ¡Seráfico Patriarca, sálvame! Después se agachó hasta poner su cara pálida contra la dura piedra y se desato en incontenible llanto.
En ese momento bajaba Leónidas, y al reparar el estado excitado de Antonio, le llamó:
– ¡Antonio, Antonio! ¡Qué te pasa! ¡Háblame!Pero no pudo hacerlo porque el llanto le ahogaba.
Con todo, al cabo de unos pocos minutos, Antonio se calmó un poco y pudo hablar:
– Leónidas, dijo; ¡yo no se lo que me pasa!
– ¡A ver, dime qué es! insinuóle Leónidas.
– Casi enseguida de lo que estuvimos juntos en la Portería, se me presentó un dedo que me llama y que no se me desaparta ni un solo rato…
– ¿Lo ves este momento?
– ¡Si, Antonio! Lo veo bien claro y me insiste tanto con su llamada, que tengo miedo y me aterroriza, porque parece que el dedo va acercándose y me va a estrangular. . . ¡Es terrible. . .!
– Bueno, cálmate y caminemos un poco para que me cuentes con más serenidad, continuó Leónidas tomando del brazo a su compañero y llevándole a su celda.
– ¡Me siento desfallecer Leónidas! ¿Aconséjame que puedo hacer?
– ¿Rezaste tus oraciones esta mañana?
– Como de costumbre. . .
– ¿Haz cometido algo grave?
– Nada que yo recuerde. . .
– Haz murmurado de. . .
– Solo lo que te dije cuando le vimos a la señora.
– Pero tienes que haber hecho algo, porque ese dedo que ves es una señal divina. ¡Háblame con confianza que te aseguro que de mi no saldrá nada!
– ¿Me prometes, Leónidas?
– Te prometo, Antonio.Pues no recuerdo mas que lo siguiente: Tú sabes que el Padre Provincial se enfermó hace poco con la nariz, de modo que echo una cara rara, y yo cada vez que le veía, me burlaba a mi antojo en mi interior; pero cuando ahora le vimos a la vieja, hice a nuestro Padre tan mal juicio, que juzgo yo que esa debe ser la causa para el enojo divino.
– ¡Pero Antonio! Haz hecho mal. ¿No sabes tu que el Padre Provincial es un Santo?
– Lo se, pero esa es la verdad.
– ¿Y te has confesado de esto en estos días?
– No, Leónidas.
– ¡Que me dices, Antonio!
– Te confieso mi culpa y ahora dime que me aconsejas.
– ¿Sigues viendo el dedo?
– Exactamente, y no deja de llamarme.
– Pues no te queda mas remedio que ir donde el Padre Provincial y pedirle perdón y contarle lo que te sucede, sin ocultarle nada.
– Pero a él mismo, no: ¡mejor me confesaré con otro Padre!
– No, Antonio; haz ese sacrificio. Dile todo al Padre Provincial, que el como santo, te podrá aconsejar lo que sea conveniente.
Antonio, en la situación aflictiva en que se encontraba, accedió a lo que su condiscípulo le sugirió, y ambos fueron en busca del Provincial.Y la leyenda refiere que el Padre Provincial informado con detalle de lo que había acontecido al estudiante, le infundió ánimo paternalmente, y le dijo:
– “Es una prueba dura que Dios te ha mandado”: pero resígnate hijo mío.
– Haz una novena muy devota a nuestro Seráfico Patriarca, y si al cabo de esa novena el dedo no ha desaparecido, entonces quiere decir que debes seguirle a donde te llame. Yo y la Comunidad te acompañaremos y elevaremos por ti nuestras oraciones.
Antonio recibió la bendición del Santo Provincial, y llenando su alma de gran devoción, pidió al cielo durante nueve días, terminados los cuales el dedo continuo llamándole.En esta situación, reuniéronse los frailes de la iglesia y vestidos con los sagrados ornamentos, entonaron canticos y salmos litúrgicos que en tales trances acostumbran. Llamó entonces el Padre Provincial al estudiante arrepentido y le dijo:
– Hijo mío; ahora si, ¡encomiéndate a Dios y adelanta por donde te guíe el dedo!Antonio, todo contrito puso las manos al cielo y adelanto, balbuciendo una oración y con los ojos llorosos, en tanto le seguía a corta distancia la Comunidad, musitando un rezo gemebundo que quedaba vacilando entre los claustros, como un anuncio lóbrego y desesperante.
– Padre, tengo miedo, dijo a media voz el estudiante regresando a ver al Padre Provincial que le seguía a pocos pasos regando agua bendita.
– No temas hijo mío. Continúa por donde te llama la señal divina, le respondió.
– Es que siento cierto estremecimiento. . .
– Reza con fe y sigue adelante, contestó el Padre nuevamente, tranquilizando con su actitud al joven.Antonio humildemente continúo rezando, y avanzó por un corredor con la mirada fija en un punto invisible para los demás. De pronto, al pasar por un arco, el estudiante se detuvo y giro a la izquierda, hacia donde existe una puerta de piedra que da a la Capilla de Villacís y espero un instante.
Ante la sorpresa de la Comunidad, la puerta se abrió sola, y el estudiante, pálido como un cadáver, entro vacilante, y cuando el Padre Provincial quiso franquear el umbral, la puerta se cerró con la misma facilidad.
Por más esfuerzos que se hicieron después fue imposible abrirla, y solo cedió cuando la noche había dejado todo en silencio en la obscuridad. Los frailes comprobaron entonces que Antonio habla desaparecido misteriosamente, quien sabe por qué designios, y solo habían quedado sus hábitos parados en el centro de la Capilla, como si alguien todavía los sostuviera. . . Mas cuando el hermano trato de tocarlos, se aplastaron contra el embaldosado, dejando percibir un suspiro largo, como que delataba una pena profunda, un pesar infinito. . .
Pensando quedamos en la miedosa leyenda, hasta que Fray Benjamín vuelve a interesarnos con su charla amena y florida, para llevar sus recuerdos a los templos de España, a sus campiñas y a sus claveles rojos, de modo que brota de nosotros preguntarle:
– ¿Padre, y no desearía ir a España?Y Fray Benjamín, con un entusiasta ademán, como si estuviera palpando su bella tierra de Valladolid, nos responde:
– Pero quién no querría ir a visitar a mis padres darles mi último abrazo, y cantar también allá: “Jan hicis orto sidere”, ¿alabando también al sol de mi Patria? ¿Pero amigo, cuando y con qué?Y en tanto Fray Benjamín, pone contra sus labios un dedo de su diestra, en actitud reflexiva y sin dar con la solución de ese problema, quedamos pensando en fortunas que se derrochan y se pierden en un merecido olvido, mientras un sabio historiador solo puede añorar la Patria que le vio nacer, en la dudosa espera de un mísero pasaje que le permita coronar un justo anhelo, un santo anhelo.