El pogyo de los ratones

Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa Rodríguez

¿Quién no conoce en Quito el Pogyo de los Ratones? Queda en una orilla del rio Machangara, cerca de los molinos de «El Censo».

Es una fuente amplia, donde el agua vierte abundante, y en el día, las lavanderas se hunden hasta las rodillas para jabonar la ropa y fregarla contra las Piedras colocadas alrededor. Y es frecuente que cuando alguna de aquellas buenas mujeres, busca un momento de reposo bajo el ramaje que crece espesamente en las cercanías, da un salto de espanto cuando se le cruza por las pantorrillas un travieso ratoncillo blanco.

Tampoco es una casualidad ver que al borde de la fuente, decenas de estos ratoncillos jueguen animadamente antes de que las lavanderas interrumpan la soledad de aquel simpático paraje. Pues bien, esa popular lavandería, tiene una leyenda casi olvidada por el transcurso de muchísimos anos.

 

La leyenda de Cora y Chasca

Se refiere que un grupo escogido de las vírgenes del Templo del Sol, que se levantaba con magnificencia en la cúspide del Panecillo, tenía la sagrada misión de tener y confeccionar los vestidos más suntuosos para la familia real del Reino de Quito; pero como un favor de los dioses para su protegido Atahualpa, habían dotado de extraordinaria habilidad a dos de aquellas vírgenes con el fin de que sus delicadísimas manos escogieran el algodón mas fino y tejieran con él los mantos reales que el joven monarca luciera en los grandes festejos de su pueblo.
Eran ellas Cora y Chasca, dos hermosísimas doncellas que habían nacido con las virtudes cualidades excepcionales de las predestinadas por Inti, el Sol, para su servicio.

Efectivamente, cuando el gran sacerdote, Uiliac-Ucma, como le decían los aborígenes, después de una rara inspiración, dispuso que Cora y Chasca ingresaran al Templo del Sol obedeciendo su divina voluntad, experimentaran tanta dicha en cumplir su privilegiado destino, que cada vez que la luz solar asomaba por el oriente penetrando por los anchos ventanales abiertos en los gruesos muros de piedra, elevaban sus plegarias de agradecimiento a su dios. Y como un placer profundo, hendían sus manos en los copos de blanco algodón, hilvanándolo luego en finísimos hilos y transformándolos en níveas telas durante largos días de constante tejer.

Y para que la delicada obra consiguiera la anuencia del gran Atahualpa, Cora y Chasca salían en las noches de luna llena a una explanada junto al templo y devotamente pedían a la excelsa diosa que les dotara de maravillosas ideas y elasticidad a sus manos, para confeccionar el ropaje de su soberano.

Y en tanto millares de florecillas silvestres abrían sus corolas y dejaban escapar sus mas exquisitas fragancias, como humilde exvoto para su diosa la Luna, las dos vírgenes extendían las telas sagradas sobre un amplio y gigantesco disco de oro, pidiendo al poder divino que les confirme su protección: inmediatamente aparecían alrededor del disco, millares de ratoncillos blancos que traviesamente jugueteaban sobre las reales telas, trazando con sus diminutas uñas los mas caprichosos y admirables dibujos, como también cortaban con sus afilados dientecillos, las formas del regio ropaje y luego desaparecían.

Las doncellas entonces, cogían reverentemente en sus manos las telas preparadas con la ayuda divina, y las llevaban para coserlas y bordarlas con brillantes hilos, obtenidos con los colores de extraordinarios vegetales provenientes del Oriente.

Presentada esta maravillosa obra al Gran Sacerdote, se la consagraba al destino real y una mañana cuando su Dios el Sol, se mostraba con todo su esplendor, invitaba a su soberano Atahualpa y con ceremonias propias de su alta estirpe, le hacia la entrega de los lujosos vestidos. Y como un privilegio excepcional, Cora y Chasca, besaban con gratitud emocionante la diestra del inigualado soberano.

 

La protección de los dioses

El Sol, arrastrando un gigantesco manto rojizo, como anunciador de hondas tragedias, habíase ocultado en un lejano confín, dejando como siniestras figuras, las negras siluetas de los montes cercanos.

En el gran templo, Cora y Chasca, apoyadas sobre el muro de una ventana, escudriñaban insistentemente a la distancia, como queriendo descubrir entre las sombras de la noche, algo extraño que pudiera suceder.

Habían recibido la mas tétrica noticia desde Cajabamba: Atahualpa, su bondadoso soberano engañado vilmente por hombres barbudos con sed de oro, le habían dado muerte barbará y solapada. Uiliac-Uma inspirado fielmente por los dioses, al anunciar la desaparición de su amado soberano, había pronosticado que la sangre aborigen sería destruída, los templos desguarnecidos de sus tesoros y aún las vírgenes del Sol sacrificadas sin misericordia.
Cora y Chasca repasaban en sus mentes angustiosas palabras y sobresaltadas de dolor, desde su atalaya buscaban con la mirada el principio de la espantosa profecía. De pronto, en un extremo de la ciudad surgió una llamarada y luego otra y otra e invadieron el espacio aterrantes chillidos y el eco de extraños ruidos reboteó de cumbre en cumbre como el preludio de una inigualada tragedia.
– Mama-Quilla, ¡sálvanos!, exclamo Cora levantando sus brazos al cielo.
– ¡Sálvanos Mama-Quilla!, continuo Chasca pidiendo la protección de la Luna.

Casi en el mismo momento, se oyeron pasos precipitados alrededor del templo. Luego, sus pesadas puertas cedieron empujadas por incontenible fuerza. Eran los vasallos del General Rumiñahui, que armados de afilados tumis o cuchillos, empezaron a sacrificar a las inocentes vírgenes del templo del Sol.

Cora y Chasca, como Única defensa, se abrazaron presas de angustia y esperaron el momento fatal. Y cuando parecía que los «auca-runas» o soldados aborígenes se aproximaban a ellas, brilló la luna en medio de obscuras nubes y a los pies de Cora y Chasca brotó una plateada alfombra que guiada por millares de alados ratoncitos blancos, condujeron sobre ella a las dos hermosas hilanderas de Atahualpa, cruzando por el espacio hasta depositarlas suavemente sobre una pequeña playa del río Machángara.

En ese instante, la Luna que se había despojado de todo obstáculo para mostrarse en toda su plenitud, brilló fantásticamente e iluminó con un haz de plateados y brillantes rayos el lugar donde estaban las vírgenes protegidas. Y como si cumplieran una misión divina, centenares de inquietos mirlos, de multicolores papagayos y de otros Maros de maravilloso canto, plegaron sus alas alrededor del privilegiado lugar y entonaron arrobador concierto, en tanto que infinidad de aquellos ratoncillos blancos, cavaban presurosos la arena con sus pequeñas uñas.

Cora y Chasca repitieron entonces sus plegarias a sus tradicionales dioses y extendieron agradecidas sus brazos a la Luna. Y como si la diosa hubiera oído sus ruegos, junto a ellas brotó una fuente de abundantes y cristalinas aguas que fueron lentamente escondiendo entre sus diamantinas burbujas a las dos bellas aborígenes, hasta ocultarlas en un regazo de amor y de calma.

Un momento después, toda la divina visión había desaparecido. Solo quedaba la fuente tranquila que se escapaba de su misterioso origen, llevando aromáticos pétalos, y el rio que al seguir invariable su curso, parecía que aún repetía tenuemente hermosos ecos de arpada música.

Desde entonces, juguetea junto al Machángara, el travieso POGYO DE LOS RATONES.