Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa RodríguezTradición de un hecho espeluznante sucedido en el Convento de San Francisco de Quito.
En el convento de San Francisco de Quito, hay un patio cuadrado donde como un motivo de arte colonial, se levanta una preciosa cruz de piedra policromada.
Por los cuatro lados se extienden galerías claustrales sombreadas por las anchas arcadas que se agachan extremadamente sobre el pavimento formado por piedras rectangulares. En una de esas piedras del corredor que está situado frente al claustro que actualmente ocupa el cuartel de Carabineros, existe una huella que tiene la figura de un hueso humano, cuyo origen relatan las tradiciones de inmemoriales tiempos.
Dicen pues, que hace muchos años todos los viernes a las doce de la noche, en aquel sitio junto a la pared, asomaba una canilla que encendida como un fuego fatuo se movía de un lado a otro, produciendo una visión espeluznante, de modo que los frailes que por cualquier circunstancia acertaban a pasar por allí en esos momentos, hacían la señal de la cruz y se alejaban lo más pronto posible.
Pero hubo un Hermano sencillo y bondadoso que desempeñaba acuciosamente su trabajo, muchas veces más por satisfacer su invencible curiosidad. Y sucedido que una noche en que el religioso no pudo conciliar el sueño, quien sabe por qué fútiles pensamientos, abandonó su celda y casualmente se dirigió al lugar miedoso, en el preciso instante en que la canilla quemaba con una luz azulina.El Hermano detuvo su paso sin atinar a descifrar lo que veía. Curioso como de costumbre, fue acercándose lentamente; mas cuando fijó su mirada para descubrir la causa de esa misteriosa fosforescencia, oyó una voz quejumbrosa que le dijo:
– No te asustes Hermano… A este sagrado lugar fueron traídos y enterrados mis restos humanos, porque durante mi vida hice muchos beneficios con el producto de mi hacienda; pero un día fatal que un viejecito me pidió una caridad por el amor de Dios, sentí envanecerme ante la presencia de ese pobre cubierto de harapos, y le desprecie y hasta le rechace con repugnancia dándole un puntapié. Por eso estoy en penas, y con esta canilla que ves que está quemándose, ofendí a ese pobre inocente. . . y esperaba que un hombre bueno como tú se apiadará de mis largas cuitas, y me ayudara a salir del lóbrego lugar donde pago mis culpas.El hermano quedó trémulo al oír aquella voz que venía como del fondo de una caverna, pronunciando las palabras con una lentitud que asustaba mientras más se demoraban.
Quiso balbucear algo, pero sintió que los labios estaban como cosidos por el miedo, y no obedecían a la voluntad de hablar. La voz entonces, prosiguió con el mismo tono de pena, instando al Hermano a que le contestara.
– No temas, Hermano, le dijo: contéstame sin recelo, para decirte lo que tienes que hacer…
El religioso temblando de espanto, saco fuerzas de su pobre humanidad y apenas pudo murmurar:
– ¿Qué quieres que haga…?
– ¿Estás dispuesto a darme tu ayuda con buena voluntad?, repitió la voz.
– Sí. . . Sí. . . sí. . . estoy, contesto el Hermano.
– Entonces. . . mañana después del rezo de los cantos oficios, habla con el Padre Provincial y comunícales lo que has visto y oído este momento, y pídele que te permita acudir a la limosna de diez de los más acaudalados de esta ciudad, para que esas limosnas las repartas el primer viernes de noviembre que se aproxima entre los más infelices, advirtiéndoles que pidan por el eterno descanso de esta alma que te habla. Cuando hayas hecho esto, no volveré a perturbar estos cristianos lugares, y tú tendrás asegurado el perdón de tus culpas mis graves.Dicho lo cual, la canilla fosforescente desapareció y todo quedó en silencio.
El Hermano quedo agobiado por la espantosa visión y le pareció haber experimentado una pesadilla fúnebre.
Pero, poco a poco fue reaccionando hasta que pudo pararse y moverse, cerciorándose de que todos sus miembros estaban sanos.
Luego pensó en que tenía que cumplir lo que le había ordenado el alma en pena, se santiguó devotamente y se marchó a su celda, ansioso de encontrar un preciado descanso para su alterado sistema nervioso.
Más sucedió que los días pasaron y el Hermano no se animó a indicar al Padre Provincial lo acaecido, contentándose con musitar alguna oración cada vez que veía la canilla encendida. Hasta creyó que el difunto había olvidado su cristiana petición, y que por consiguiente no había necesidad de recurrir a las limosnas solicitadas para su salvación.
Y el humilde Hermano franciscano al fin se despreocupo de aquel asunto y siguió como de costumbre afanoso en efectuar las labores que le recomendaban, satisfaciendo como de costumbre su curiosidad en cuanto se le presentaba la oportunidad.
Y vino el segundo día del mes de noviembre. La tarde había avanzado más de tres horas y en el amplio comedor del convento de San Francisco de Quito, un Hermano se hallaba sentado en una banca larga, con los codos sobre una enorme mesa saboreando con una mano una gran taza de la tradicional mazamorra morada, que ostentaba marcadamente el color del mortiño parameño, mientras con la otra daba principio por la cabeza de una «guagua de pan» que hacía visible la harina fina, la manteca y los abundantes huevos que habían invertido en su elaboración.
Se notaba el placer con que el religioso comía el delicioso bocado, producto de la munificencia de una acaudalada devota, que en los atardeceres estivales frecuentaba el majestuoso templo quiteño.
A través de una ventana abierta en una pared que se levantaba cerca de donde el Hermano satisfacía su insaciable apetito, estaba otro que mondaba apresuradamente una porción de papas gruesas, seguramente para la cena de los frailes que se encontraban muy ocupados en los ejercicios religiosos propios del día de difuntos.
Ambos legos dialogaban complacidos, mientras se oía las campanas llamaban a los fieles, para recordar piadosamente a sus familiares refugiados eternamente en la paz de los cementerios.
– Qué tal está la moradita, Hermano Polivio? pregunto el de la papa.
– Exquisita; parece que doña Ernestina ha puesto en esta ocasión toda su habilidad y todos los condimentos de su rica cocina, contesto el que comía.
– Para eso tiene plata a montones, replicó el otro.
– ¡Hombre! Este rato me acuerdo de un asunto muy ¡peliagudo! continuo el Hermano Polivio, retirando contrariado la taza de colada y el pedazo de pan que le sobraba.
– ¿De qué se trata?, preguntó el que cocinaba.
– Pues, sabrá Hermano, que oía el tañido triste de las campanas hace algunos días, tal vez muchos días, y una noche a las doce, me sucedió una cosa muy rara.
– ¿Seguramente lo de la canilla?
– Si, Hermano Eduardo.
– Pero eso no es nada raro aquí en el convento.
– Es que a mí, el difunto de la canilla me habló…
– ¿Qué le ha hablado, dice? ¡Ave María! Cuénteme, ¡Hermano como fue!, continuó alarmado el Hermano cocinero.Y el Hermano Polivio le refirió con detalle todo lo que vio y escuchó en aquella noche, cuando el alma en penas le pidió una acción buena para su eterno descanso.
Cuando terminó su relato, el cocinero se santiguó asombrado y añadió:
– ¿Pero es posible, Hermano que haya descuidado un encargo tan delicado?
– ¿Le parece que puede tener alguna consecuencia grave? pregunto el Hermano Polivio.
– ¡Gravísima, Hermano! Nada menos que yo he oído que el mismo encargo ha hecho a otros religiosos, y como no supieron cumplirlo, cuando llegaba el 2 de noviembre ¡morían repentinamente por el menor pretexto…!
– ¡No me diga, Hermano!, interrumpió el otro religioso notoriamente excitado. ¿Y que hago en este caso?, concluyó.
– Ud. que se ha comprometido vera, pero yo creo que no le queda más remedio que la oración.
– ¿La oración? Si con eso queda arreglado este asunto, voy desde este rato a la canilla a rezar unos cuantos salterios.
– No le queda más, Hermano.Y dicen que esa noche, el Hermano Polivio cansado de orar y arrepentido de haber incurrido en tan lamentable olvido, salió de la Iglesia a las doce de la noche, y maquinalmente se acercó al lugar donde la canilla estaba encendida.
En ese instante oyó la voz quejumbrosa que le dijo: Agradece que tus oraciones han aplacado mi enojo y seguirás con vida; pero así te perseguiré ¡hasta que hagas lo que te pedí! Y cuando el Hermano Polivio se alejó a toda carrera del siniestro lugar, sintió que un tremendo canillazo lastimó sus talones y le hizo rodar por el suelo, quedando después desvanecido, sin conocimiento.
Añade la tradición que el religioso terriblemente atemorizado, cumplió con exactitud lo que el alma penitente le pidió, y desde entonces quedo grabada sobre la piedra las huellas del canillazo.
Se dice también que no asomó más la luz fosforescente, tal vez porque el difunto expío ya sus culpas; sin embargo, un viejo carabinero que padecía de insomnio, y que hacía servicio en el claustro que pertenecía al convento de San Francisco, refiere que no fueron pocas las veces que vio claramente la fatal canilla.
Solo falta que también constate el misterio alguno de nuestros amables lectores.