El santo que da marido

Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa Rodríguez

Desde hace muchos años, tal vez de siglos, se guarda en ciudad, el convencimiento de que San Antonio de Padua el santo que sabe dar buenos maridos, a las jovencitas que le piden devotamente esta gracia.

Y se cuentan numerosos casos de este acontecimiento, sucedido en todos, los tiempos aun en circunstancias desesperadas, cuando parece perdida toda esperanza. Y lo único que podía quedar para las solteras, es aquello de vestir a los santos. 0 sea, el renunciamiento involuntario al matrimonio, por falta del príncipe azul.

Pues bien. Acerca de este complicado asunto, aún hay personas avanzadas en edad, que cuentan una curiosa tradición.
Cuentan pues, que cuando esta tierra nuestra todavía estaba bajo del yugo del conquistador español, habitaba en el barrio Quiteño de la Loma Grande, muy cerca de la “Mama Cuchara”, una bellísima doncella llamada Catalina, N., a quien acompañaba su madre, viuda desde hacía mucho tiempo.

Sus encantos eran un verdadero privilegio, igualmente que sus virtudes. Sin embargo, su edad había pasado de los 30 años y permanecía soltera.

Y los vecinos, no dejaban de comentar esta rara circunstancia. Y no era que a Catalina le disgustaba el matrimonio.

No era eso. Al contrario: cansada de esperar que espontáneamente le pidiera su cariño un varón honorable, para llevarla a una santa unión ante el altar, acudió a San Antonio de Padua, y le dedicó varias novenas, las rezaba juntamente con su madre, con profunda devoción.

Esto, aparte del sin número de cirios que le ofrecía a diario, al santo taumaturgo, para que el anhelado novio se hiciera visible de alguna manera. Mas el milagro pedido y esperado por Catalina y su madre, ni siquiera se lo vislumbraba por ninguna parte.

Las novenas, pues, habían sido infructuosas y Catalina estaba decepcionada. Con todo, su madre aprovechó un momento de tranquilidad espiritual de su hija, y le dijo:
– Hija mía: San Antonio nunca ha quedado mal con sus devotas. Dedícale una Última novena. Pero hazlo con fe y veréis que esta vez te oye.

Catalina quedó pensando largo rato y al fin le contestó
– la fe languidece, mamacita mía. Pero voy a hacerlo por obediencia. Más si después de esta novena, no me oye San Antonio, ¡le aseguro que tomaré una decisión definitiva! ¡Nadie podrá impedirme! ¡Será terrible, pero lo haré!

Y así fue como las dos mujeres volvieron a arreglar el altarcito de San Antonio de Padua, con flores frescas y dos cirios que constantemente se quemaban.

Y ambas, comenzaron la última novena. Como nunca Catalina rezaba con ejemplar recogimiento, confiando en que en esa vez el milagro se haría.

Así, al toque del Angelus, madre e hija rezaron la novena día por día hasta que llegó el noveno.

Prudentemente, Catalina espero algunos días más, pero el novio del milagro no asomaba.

Hasta que una tarde, una tarde fatal, Catalina con incontenible desesperación y con abundante llanto, corrió al altar de San Antonio, lo tomó en sus manos y le dijo:
– Perdóname santo mío; ¡pero te has vuelto sordo y no quiero verte más!

Y le arrojo por la ventana a la calle.

Y el santo desahuciado por su devota, cayó precisamente en la copa alta de un fino sombrero, de un encapado caballero que pasaba en ese mismo momento.

El caballero reaccionó violentamente con el golpe recibido en la cabeza. Cogió en sus manos al santo y entro en la casa de donde había sido arrojado. Golpeó furioso con su bastón, la única habitación que estaba abierta.

Los golpes se repitieron varias veces. Hasta que de las profundidades de una cámara obscura y misteriosa salió algo cohibida la madre de Catalina. Y el caballero le preguntó en tono áspero:
– ¿Fue Ud. la que arrojó a la calle al Santo? ¿No pensó que este es un sacrilegio? Y mire Ud. ¡cómo está de arruinado mi sombrero! No podre reponerlo, porque este lo he pedido ¡directamente a Paris! ¡Explíqueme el asunto señora! ¡Por que hizo esto!
– No fui señor, contestó tímidamente la señora.
– ¿Que no fue Ud.? ¡Quien fue entonces! ¡Diga, diga señora!
– Sí, sí, pero no lo hizo por mal, ni por ofender a Ud. Caballero.
– Pero quien fue, señora!
– No se disguste caballero, que fue mi hija, mi hija .
– ¡Su hija de Ud.! ¡Pero porque lo hizo, por favor! dígame, buena señora, ¿es joven la señorita?
– Si señor. Y es bonita y virtuosa…
– Vaya, vaya, ¡que complicación! ¿Pero porque lo hizo?, le ruego me disculpe, señora, para que me cuente como fue…
– A quien le pido calma es a Ud., caballero. Pero le ruego se siente y me escuche.

El caballero más curioso que resentido, se sentó en un balcón y espero. La señora entonces, le refirió lo que había sucedido a Catalina, con su devoción a San Antonio de Padua.

Y el caballero arreglándose los mostachos y con una expresiva sonrisa, continuo:
– Señora: con todo respeto, vuelvo a pedirle me perdone por mi agriura. Y le ruego asimismo, me haga la gracia de presentarme a su señorita hija.

Y que no tenga recelo. No hay por qué, no hay razón. Soy el caballero más pacífico de la tierra. Por favor, señora.
Animada la señora por este cambio del caballero, entró en la recamara de su hija Catalina, a la que convenció que saliera y dejara que le presente.

Y así fue.

Minutos después, Catalina insinuada por su madre, extendía su mano al caballero, que indudablemente, pertenecía a la elite de la sociedad, por su apellido y por su fortuna. Pero que hasta entonces, había permanecido indiferente al matrimonio, sin embargo de que pasaba de cuarentón. El caballero quedo asombrado de la belleza de Catalina. Y luego de mirarle largo rato, le dijo:
– Le ruego señorita Catalina, considerarme su sincero admirador. Y permítame ser el primer servidor de esta su casa, a la que desde momento rindo mi respetuoso aprecio.
Catalina al oír semejante discurso, enrojeció de recelo. Pero a poco se repuso y contesto:
– Mi madre y yo, estamos realmente honradas con su presencia. Tendremos mucho gusto en recibirle, caballero.

Luego, los tres personajes pusiéronse a conversar hasta cuando la noche estuvo avanzada, como si hubieran sido viejos amigos.

El caballero siguió visitando por varios meses la casa de Catalina. Y al fin, se casó con la bellísima muchacha, celebrando el acontecimiento con mucho derroche y lujo.

Así pues, San Antonio de Padua, había atendido magníficamente el pedido de su devota Catalina. Y se cuenta que en agradecimiento por este milagro, Catalina y su rico esposo, mandaron a trabajar la estatua del Santo Taumaturgo, que hasta ahora se venera en la Capilla de Cantuña de Quito.